lunes, 2 de mayo de 2011

EL MAR


Playa de las Sirenas
Mª José Gascón / adentra


Desde el mágico instante en el que mis ojos se abrieron en el fondo del mar, no he podido ver, pensar ni vivir como antes. Fue hace 26 años; ¿qué ocurrió? Tantas cosas al mismo tiempo, que todavía no he terminado de analizarlas. Mi cuerpo deslastrado flotaba en el espacio, el agua se apoderaba de mi piel, las formas de los seres marinos eran puras hasta el impudor, el examen detenido de los gestos tomaba un valor. De pronto, comprendí que la pesantez era el pecado original cometido el día en el que los primeros seres salieron del mar y que la redención no llegaría más que en el momento en el que regresáramos de nuevo al mar, como lo han hecho ya los mamíferos marinos.

Cuando Tailliez y yo nos encontrábamos en medio de la ronda nupcial de los grandes Caranx de plata en las islas de Cabo Verde, estábamos maravillados por la armonía fluida del ballet: Si cada pez adaptaba voluptuosamente la curva de sus flancos a las mínimas exigencias del medio, el banco entero se organizaba en espiral como un torbellino. En el mar Rojo, a lo largo de los acantilados de coral, con Dumas, he seguido los grandes tiburones grises, admirablemente perfilados, por supuesto, pero ante todo sensibles en la totalidad de su cuerpo al líquido del que eran expresión. En Córcega, sobre la pendiente del talud, a 200 metros de profundidad, a través de las ventanillas de mi platillo sumergible, he visto largos perros de mar nadar veloces a ras de suelo sin levantar la mínima nube de arena…

Y en Alborán, por encima de los bosques de laminarias gigantes, he buceado de noche con Falco en el torrente de aguas atlánticas, que se precipita a la velocidad de 3 nudos en el Mediterráneo. Nos dejábamos llevar a la deriva bajo el casco del “Espadón” con los proyectores y a nuestro alrededor el mar vivo cantaba un himno al “caos sensible”.

El inmenso caldo de cultivo rebosaba de racimos de huevos, de larvas transparentes, de pequeños crustáceos apenas teñidos, de largos cinturones de Venus que un gesto hacía que se enrollasen a distancia, de cúpulas de cristal pulsátiles que nuestros rayos luminosos transformaban en auténticas joyas. Pequeños toneles de agua organizada, los Salpes, se aglutinaban en cadenas de 20 y 30 metros de largo, su transparencia punteada de pequeñas manchas anaranjadas en el corazón de cada individuo…

Toda esta variedad multiforme era agua modelada por sus propias leyes que tomaba vida en sus caprichos, que intentaba tomar conciencia.

Jacques Cousteau.

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